Taller I Sin Censura

Taller I es un espacio para olvidarnos del censurador interno que todos experimentamos al compartir, mostrar o discutir textos nuestros en espacios formales u oficiales, en donde por lo general debe haber unos límites y un “comportamiento adecuado”. La idea es compartir textos que puedan ser comentados y criticados con total libertad. Es posible publicar con pseudónimos. Los textos pueden ser tan experimentales como su autor lo desee. Para publicar un texto hay que escribir a: tallerisincensura@gmail.com

miércoles, 7 de mayo de 2014

"Atraco" de Carlos David Contreras


Atraco 

El hombre le cortó el vientre a la muchacha, le abrió la herida como si trataran de párpados. Ella estaba encendida de pasión, pues harto conocía los continuos grises de oficina. Pero para sorpresa de él, otro cielo repleto de rojos cumulonimbos le esperaba. Entró por la herida al otro sueño. En seguida, ella se cierra la gabardina y sale del parque en plena noche. Sabe que ahora podrá conciliar el sueño apenas llegue a casa.




Carlos David Contreras

martes, 6 de mayo de 2014

"Qué dirán los Sarama" de Natalia Piza


QUÉ DIRÁN LOS SARAMA


Como es agüerista, la señora sopló al cielo para correr las nubes negras que podrían arruinar el rencuentro con sus amigas del San Ramón.

La señora Valencia decidió que ella misma compraría las flores. Sí, ya que Carmen tendría trabajo más que suficiente. Había que limpiar el jardín, esconder las trampas de las ratas, abrir las sombrillas de las mesas. Y, sobre todo, servir el brunch tal y como la señora lo aprendió de su cuñada en su más reciente visita a Nueva York.

– Los veinticinco años de graduada deben celebrarse con los cubiertos de plata, le dijo a Carmen antes de salir de casa.

Camino al supermercado, la señora preparó las respuestas que daría a cada una de las predecibles preguntas de sus invitadas. “Saliva en ayunas”, le contestará a Elsa cuando diga “¿qué haces para comer tantos años?”  “Cata, feliz en París y Juan Ri, con los proyectos de su oficina de arquitectos”, para cuando Nubia le pregunte por sus hijos. “Sigue en el Banco, ya está a punto de jubilarse”, será la respuesta para Nancy, que sin duda preguntará por su marido. ¿Y las copas de cristal?, “Son de Murano”. Y fue así como de regreso a casa armó mil formas de contar la historia del viaje y la traída de las copas desde Murano. 

        Carmen, le quedaron perfectas las mesas. Muchas gracias. – Gritó mientras se aseguraba que el Bloody Mary tuviera suficiente vodka.

¡Qué locura!¡Tantos años!  Murmulló cuando sintió la puerta que con un leve gemido de bisagras se abrió. Estaba su marido frente a ella.

        ¿Qué haces aquí a esta hora? – preguntó la señora  Valencia sorprendida.

        ¿Te había dicho que tengo ganas de ir a visitar a Cata?

        ¿Sí?

        ¿Y por cuestiones de tiempo no había podido ir?

        ¿Ajá?

        Pues creo que es el momento. Los chinos que compraron el Banco cerraron en el país.

        ¿Cómo así?

        Pues que estoy sin trabajo.


Suena el timbre. Es Norma.

        Loli, me adelanté un poco para que me digas en qué te puedo ayudar.


Luego de Norma llegó Nancy. Luego de Nancy, Nubia. Luego de Nubia, Elsa. Y en menos de media hora todas las amigas de la señora Valencia estaban en el jardín esa mañana. Algunas viajaron desde lejos. El prado estaba agujereado por los pasos de los tacones y el sol iluminaba los tintes rubios que escondían las canas del pelo de las invitadas. Los olores de la comida se mezclaban con el impregnante vaho que dejan algunos perfumes de lujo. La noticia que recibió la señora Valencia de boca de su esposo esa mañana la mantenía tan incómoda como si saliera una de las ratas que acostumbran visitar su jardín.


        ¿Quién dijo que el colegio era de monjas? – Pregunta Nubia con tono burlón.

        ¿Por la cantidad de viejas? –Responde Nancy.

        No, por lo vírgenes. – Contesta Elsa mientras alza las cejas.

        Virgen serás tú que ni te casaste, querida. – Le responde Nancy a Elsa.

        Y no me arrepiento. – Afirma Elsa.

        Pues son muchas las que te envidiamos, Elsa. – Dice entre dientes Lola.

        La que más me envidia es Nubia. No nos habíamos graduado cuando ya estaba casada. –  Comenta Elsa. –Y  sigue con el mismo marido.

        Pero bien casada sí estoy. – Presume Nubia mientras exhala una bocanada.

        Pues con ese apartamento en Manhattan yo también aguantaría treinta años de matrimonio. –Se entromete Norma.

        ¡No te quejes de tu vida! Eres una gitana, ¿no te cansas de viajar? – Le pregunta la señora Valencia a Norma.

        Loli, los viajes de trabajo son agotadores. – Contesta Norma. –Y todavía me quedan unos años más hasta que pueda pedir la pensión.

        ¿Les conté que Fabio ya se jubiló? – Dice Nancy. –Tantos años en el ejército valieron el cheque de la pensión.

        Pues qué tal si no. A tu marido le tocó muy duro por allá. –Dice la señora Valencia.

        Antonio y yo no pagamos pensión jamás. Lo mejor que uno puede hacer es invertir en finca raíz. – Comenta Nubia. – ¿Y Jaime, Loli? ¿Sigue en el banco?


La señora Valencia corta la conversación al fijar la mirada en su marido quien se dirige hacia ella desde el otro lado del jardín vestido de un conjunto de sudadera y tenis.


        Norma, finalmente compré el trago donde me dijiste. – Comenta la señora Valencia con una sonrisa entre los dientes.

        Y tú, Jaime, ¿qué haces por acá? – Pregunta Nubia al ver que el marido de la señora Valencia ya estaba junto a ella y sus amigas.

        Se jubiló – Responde la señora Valencia, sin permitir hablar a su marido. Les da la espalda y le dice  – Cielito, en la nevera hay unas cervezas para que vayas a ver tu partido.


Y así es como el señor Jaime Valencia entra a la cocina por las cervezas, cierra la puerta de vidrio para silenciar el jardín, toma el control, prende el televisor, sube el volumen y busca el canal de los deportes.


Natalia Piza


viernes, 2 de mayo de 2014

"Usted, ellos, nosotros." de Nicolás C Plested

Usted, ellos, nosotros


Yo se lo había dicho a usted y a su amigo dos días antes y es que yo no tenía la menor idea de cuándo iba a venir ese tipo a la tienda pero ustedes no quisieron entender que yo sólo era un tendero es decir un tipo humilde al que no le gustan los problemas, yo nunca me fijé demasiado en la gente que venía a la tienda porque yo simplemente le daba al cliente lo que buscaba a cambio del precio justo y nada más. Pero usted y su amigo tenían que venir a joder y joder con el mismo cuento y la preguntadera de que cuándo venía el tipo gordo que si mañana iba a estar por acá que si yo sabía si el tipo ese vivía en el barrio o venía de afuera y no sé qué putas más. Yo no sabía, de verdad no sabía ¿Yo por qué iba querer ponerme a joder con un par de malandros como ustedes que tienen una pinta de sicarios tan obvia, con el motilado bajo y la mirada violentamente fija y la boca torcida como del embale? Pero ese día usted y su amigo llegaron a la tienda y preciso el gordo marica al que buscaban estaba ahí y pues cuando yo lo vi llegar al gordo quince minutos antes obviamente me puse nervioso pensando que la pinta que tenía cuadraba con las preguntas que ustedes me habían hecho y pues yo no supe si decirle que se fuera porque en todo caso cliente es cliente y en eso ustedes llegaron de una vez armando problema y sin mediar palabra su amigo encañó al gordo ahí mismo donde estaba sentado tomándose el tinto y usted se me vino encima a gritarme como si yo hubiera querido engañarlos o timarlos o joderlos y yo no entiendo por qué usted antes de irse tenía que descárgame el tambor del revolver completo yo no sé qué necesidad tenía de eso si de todas formas yo nunca opuse resistencia.
*

Pleno sol de mediodía. Los ventanales de los comercios, los vidrios panorámicos de los carros, de los buses, destellan cegando las miradas que chocan con el reflejo de la luz solar. Me esfuerzo, a pesar de que mis ojos están humedecidos, por mantener mi mirada fija sobre las dos ventanas de la tienda de don Jacinto,  expectante de quienes entran y salen por la puerta.
 
—Quiubo Chopo, ¿qué ha pasado? —

Chopo soy yo. Quien me habla se llama Wilson. Mi parcero, mi compadre, pero además quien me ha enseñado el oficio maldito que he elegido para sobrevivir. Y digo maldito porque sé lo que piensa todo el mundo de lo que yo hago, pero ¿qué? No me voy a dejar morir de hambre.

—Nada Will, nada, ese perro no se ha asomado por acá—

—Tiene que estar en la jugada, apenas pille esa gonorreda me timbra, voy a estar a la vuelta, aquí donde la Yolanda—

—Arranque mi so que yo de acá no me muevo—

El aire cargado de polvo, preñado de humo, se arremolina a mi alrededor y luego sigue, llevando consigo los restos que recoge al descender a ras del suelo. Mantengo bajos mis parpados, afilando mi mirada como un perro de presa. La basura barrida por el aire, el paso acelerado y agresivo de los camiones, las motos, los automóviles, y el caminar apurado y nervioso de la mayoría de transeúntes a mi alrededor me recuerda mi misión: no bajar la guardia, estar listo para golpear sin misericordia, sin asco.
Pasan las horas y las siluetas de las personas, de los edificios, de los automóviles, van arropándose con una sombra más pronunciada, sombras que se dilatan más y más sobre el pavimento de las aceras. Un gusano comienza a moverse debajo, en mis entrañas, es la impaciencia que se despierta. Con la caída paulatina del sol que ya casi se oculta tras las montañas mi labor se hace más difícil; Con la oscuridad las figuras se dilatan hasta hacerse indiferenciadas.  

De un lado a otro mi mirada viaja certera, acechando. Voy siguiendo la línea de la acera contraria y entonces, al fin, lo veo. La calle está despejada, pienso en acorralarlo ahí mismo, dar una carrera desde aquí, empujarlo contra la pared y con una mano apretándole el cuello, encañonarlo.
Sin embargo prefiero dar el aviso. Mi mano dentro del bolsillo derecho tiene entre sus dedos el celular, sin que haga falta que mire la pantalla llamo a Wilson. Espero unos segundos mientras miro al gordo entrar a la tienda, pasar por el mostrador y pedir algo. Cuelgo el teléfono y espero.
Wilson no devuelve la llamada. Pasa un minuto, dos, no aparece. El gusano ahora es una culebra, crece. Empieza a levantarse el embale dentro de mí, una corriente de energía que sube por mi espalda, sembrándome la cabeza de pensamientos que se alternan cada vez más descontrolados. 

Como estoy parado en un callejón oscuro, fuera de la mirada de los pocos transeúntes y la gente alrededor, no necesito disimular mucho. Llave en mano, sobre la pieza metálica recojo el polvo blanco de la verdad y la claridad. Un pase, dos pases. Entonces la descarga de energía excesiva se aplana, distribuyéndose, mi mente se va despejando, afinándose mis sentidos, concentrándose toda mi agresividad, me siento listo. Pero Wilson no llega.

Miro el celular, última llamada: tres y treinta, ¿qué hora es? Tres y cuarenta. Nada que viene, nada que empieza, pero yo quiero ir ya. Quiero asaltar a ese gordo faltón, a ese perro marica, sapo hijueputa, quiero prenderlo ya. Me tengo que calmar, el duro quiere a este maricón entero, no lo puedo matar.

La espera se hace interminable. Los sonidos chocan contra mis odios; yo intento rechazarlos, el embale que tengo sólo admite un sonido, un anhelo: el jadeo cansado, las palabras lastimeras, el ruego de quien se sabe perdido. El lloriqueo del gordo cuando le ponga las manos encima. 

—Quiubo Chopo, en la juega, vamos por ese gordo malparido—

Wilson pasa a mi lado, salta a la calle, un taxi casi lo atropella. Yo corro tras él, miro al taxista y el tipo se queda helado. Cualquiera por aquí reconoce la mirada de un sicario listo para matar.

La espalda de Wilson avanza hasta el fondo de la tienda. Yo tengo claro mi papel. Avanzo a la izquierda hacia la mesa ante la que vi al gordo sentarse. Estaba tomando tinto, se riega el café encima, intenta levantarse, se lleva una mano al pantalón.
—Quieto ahí malparido—

—Espere Chopo, no me maten, espere, déjeme yo le tiro la liga, mi perro, calmado…—

Lo dejo que hable. La verdad es que me excita esa sumisión, esa falta de hombría. Los ojos chiquitos, llorosos, enrojecidos parecen llamarme, parecen pedirme que los saque de sus orbitas. El terror que casi puedo oler destilando de su piel me gusta tanto como otras cosas que disfruto aspirar. Seguro no ha dormido en días, consumido por el miedo, porque ya sabía que lo estábamos buscando. Se la jugó, no se escapó cuando pudo y ahora, perdió.

Detrás de mí una retahíla de disparos me estremece. Volteo y miro a Wilson con el revolver en alto, dándose la vuelta, haciéndome señas para que jale al gordo para afuera. Miro hacia adentro de la tienda, tras la despensa, y no veo a don Jacinto.

—Wilson, ¿le dio piso al cucho? —

—Sicas, eso le pasa por esconder a esta rata gonorreda. Parado gordo cacorro, vamos es pa fuera—

No digo nada. Pero maldigo por dentro mi suerte. Un sicario con un mínimo de consciencia tiene las de perder. Sufro porque sé que don Jacinto no se merecía lo que le tocó. Pero tengo al gordo entre mis manos y pienso: usted lo va a pagar. Aprieto mis dedos sobre su piel, alrededor de sus brazos. Toda mi frustración, mi rabia, por tener que vivir esta mierda, por ese muerto que no se merecía morir, lo pagará él. Y él lo sabe, él sabe que lo voy a hacer sufrir.


nota del autor: este es el ejercicio de Teoría I en el que Roberto propuso una escena a desarrollar y luego un cambio de narrador.

jueves, 1 de mayo de 2014

"Transmutación" de Marcela Villegas

Transmutación

Tocamos a los vivos con intención, 
conscientes de que el toque lastima, alivia o acaricia.
Toco a este muerto como a un objeto, 
con un toque preciso, utilitario.
Lo dispongo,
y añoro lo que el tacto distingue en la piel viva.

Primero, la tibieza.
La piel del muerto está húmeda y fría,
cubierta de una película muy fina que no moja, 
al tacto más cercana a la niebla que al sudor. 
Una niebla que oculta la tersura.
La piel del muerto es lisa, 
sin la lisura viva de la piel 
y su paisaje de accidentes diminutos.

En el peso también se distinguen los muertos de los vivos.
El suyo es un peso terco, indiferente e inflexible. 
El empleado de la funeraria
despojado de sus modales tenues
por la realidad incontestable
de este peso muerto,
se lo lleva.

El orden de los objetos a mi alrededor se restablece. 


Marcela Villegas


Nota de la autora: Este es el ejercicio desde un sentido que propuso Roberto. Lo escribí originalmente en prosa, pero luego me dí cuenta de que era un poema, o el modelo para armar uno. ¿Qué piensan ustedes?

"Aquí tienes un amigo" de Camilo Casallas

Aquí tienes un amigo

Esta vez había sido un fiasco, pues siempre me daban alcohol ilimitado por ser el maestro de ceremonias en los eventos que presentaba. Sin embargo, en la reunión de exalumnos no dieron nada; solo dos cervezas. Por supuesto que los asistentes sí tenían acceso a la barra libre, pero yo no. Y además, para colmo, alguien murió. 
Me habían contratado por un salario mínimo para la reunión de exalumnos. Yo accedí porque el trabajo estaba bien escaso. Y pensar que yo era el duro de los maestros de ceremonias. El Maestro de los maestros de ceremonias. Había trabajado, por ejemplo, en la televisión, lo cual es lo máximo a lo cual uno puede aspirar. Presentaba un programa de variedades en el que la gente iba a contarme sus problemas y yo los solucionaba. Se llamaba “Aquí tienes un amigo”. 
Era un programa auspiciado por cierta congregación religiosa. Al programa iban drogadictos, alcohólicos, padres abusadores, asesinos, etc. Hablaban conmigo. Al principio todos eran reticentes. Decían que tenían que matar, o que tenían que tomar vodka todos los días, que no sabían porqué, que solo empezaban a tomar y que seguían así todos los días. Luego el público los recriminaba. Yo era una parte medianamente comprensiva entre el público y el invitado, que los invitaba a dialogar. Convencía al invitado de que todo estaba bien, de que él era más que una botella de ron. Al final había una especie de renacimiento espiritual del invitado, que lloraba y me abrazaba. Yo miraba a la cámara, sonriendo, sin decir una palabra, hasta que sonaba la canción del final y yo decía, apuntando con el dedo derecho a la cámara: “Aquí tienes un amigo”.
Esta fue una de las mejores épocas de mi vida. La otra fue en un concurso de cuentos, precisamente en el colegio. Porque en mi colegio todos éramos amigos. Nadie peleaba con nadie, en serio. Íbamos a parques a tomar cerveza y a cantar canciones. 
Lo que quiero decir es que tanto en la televisión como en el concurso de escritura yo sentía que hacía algo importante. Una vez estaba comprando comida en un supermercado y una mujer se me acercó y me dijo que me agradecía demasiado por salvar a su esposo, que era drogadicto y que yo lo había puesto al servicio de algo más grande. Y así me lo dijo, usando la palabra “demasiado”:
––Se lo agradezco demasiado ––dijo. Y a mí me gustó esto porque sonaba a que había sido una ayuda exagerada. Una ayuda que no necesitaba, pero que había servido. 
Yo le dije que fuéramos a mi apartamento. Y nos acostamos. Es decir, no pasó nada estrictamente sexual. No “nos acostamos” en el sentido en que la gente se acuesta. Pero yo le pude tocar los pies y las piernas y la mujer hizo cara de que le gustaba, abriendo la boca en O y cerrando los ojos y luego abriéndolos para ver la bombilla que iluminaba mi cuarto. Luego de unas horas la mujer se fue. Pero yo quedé con esa sensación de que había hecho algo bueno. El esposo de la señora debe ser muy afortunado.
Sin embargo, las buenas épocas habían pasado. Ahora tenía contratos modestos cada dos meses aproximadamente, lo cual me ayudaba a pagar los servicios, a comprar comida y a pagar el arriendo de un aparta-estudio. Pero, repito, solo me alcanzaba, no tenía lujos. Menos mal nunca me había casado. Solo salía a veces con muchachas. Digo “muchachas” porque eran más jóvenes que yo. Más o menos pasaba así:
  1. Una muchacha se me acercaba. Me preguntaba que si nos conocíamos. Yo le respondía que no.
  2. La muchacha me decía que sí, que nos teníamos que conocer.
  3. Yo le decía que posiblemente era por un programa que había tenido hace varios años: “Aquí tienes un amigo”.
  4. La muchacha seguramente había visto el programa cuando era niña y yo le había despertado algo de esos tiempos. Yo no soy atractivo y no lo era, pero les recordaba algo que tenían adentro, como de cuando eran niñas.
  5. Nos acostábamos y yo duraba toda la noche en pie, dándolo todo. Luego no nos veíamos más. Yo prometía llamarlas, pero no lo hacía. A veces siento remordimiento por esto. 
Ser una estrella está bien en algunos momentos. Pero en otros es lo peor. Siempre ando con una pistola. Nunca la he usado, pero uno tiene que estar preparado para que llegue algún loco con un arma. Algún loco celoso que quiera figurar en los libros de historia. 
Pero bien, estaba en lo de la reunión de exalumnos. No me dejen desconcentrar. 
Yo ya me había tomado las dos cervezas y estaba parado sobre la tarima con el micrófono en mano. 
La reunión de exalumnos era en un salón comunal, en un conjunto en el occidente de la ciudad. Estaba decorado con globos rosados y azules. El salón estaba oscuro, para darle una apariencia de discoteca. Sin embargo, no había luces estroboscópicas, ni una esfera de espejos; solo había un set de reflectores que apuntaban al escenario donde, en cuestión de minutos, yo me iba a parar.
Estaba en la barra, repito, sin tomar nada. Esta gente era estricta con eso. Yo opino distinto. Claro, un maestro de ceremonias no tiene porqué emborracharse y caer al suelo, sin poder hacer nada más que dormir. Uno no tiene porqué hacer el ridículo. Sin embargo, un maestro de ceremonias tiene que estar animado. Es cosa de saber manejar el trago.
El caso es que yo estaba sentado cuando llegó una mujer. 
––Déme otro trago ––le dijo al bar tender moviendo las manos, como animándolo a servir. Pero los movía muy rápido y también movía la cabeza.
––No creo que sea conveniente ––le dijo el bar tender y yo asentí.
––¿Y usted por qué asiente, imbécil?
Yo no la volteé a mirar. Desde mi época en la televisión se cómo manejar a los borrachos. Hay que ser cuidadoso. Uno nunca sabe con qué loco se encuentre. Además uno es una celebridad. Uno tiene que tener cuidado.
––Oiga, míreme ––dijo, pero yo no la miré.
Decidí usar mis tácticas para manejar a la gente problemática. Para volverlos al camino del bien. 
––¿Qué oficio tiene usted? ––le pregunté.
––Yo he tomado mucho ––me respondió y se rió. Ya había bajado la guardia, así que la miré. Le hizo otro gesto al bar-tender y este miró hacia el piso y le extendió un vaso de whiskey. Whiskey barato.
No era bonita, pero no era un monstruo. Tenía el pelo hasta el cuello de un color como café claro, lo que los estilistas llamarían “color miel”. Pero lo que me gustó era que tenía un traje rosado. Era un traje de secretaria. De esos que tienen una minifalda bien pegada, que se va subiendo a medida que pasa el día. 
––Es mentira. Estoy molestando ––me dijo –– Soy vendedora de productos de belleza. Mire aquí tengo la revista, por si le interesa comprar algo para su esposa.
Y sacó una revista en la que salían fotos de coloretes y ropa, y productos para dieta. Pero yo no la miré. Pues estábamos de fiesta. Yo le hice un gesto elegante. La elegancia consiste en ser sutil. Este gesto fue levantar la mano, bajar la cabeza y cerrar los ojos. Como para que la vendedora no se sintiera desplantada. 
––No tengo esposa, y tampoco novia, por si se lo pregunta –– le dije yo.
––No, tranquilo, no me lo preguntaba. Yo a usted lo conozco. 
Y entonces pensaba que pobrecita la vendedora. Siempre la gente sale con esas cosas “yo te conozco de antes”, “de pronto es que te conocí en un sueño y tenías los ojos de tal color”. A mí todo esto me parece basura cursi. Yo soy de otro nivel. Yo estoy en otro punto de la línea. 
La vendedora entendió esto. Seguro que lo entendió y entonces se quedó callada. Me miraba.
––¿Qué tal el colegio? ––le pregunté yo.
––¿Cómo?
––El colegio.
––Yo no voy al colegio ––y se rió otra vez, con su risa de borracha. Yéndose para atrás y mostrándome su falda y sus piernas, y sus tacones. Y sus dientes, y su garganta entre roja y rosada que se volvía negra.
––No me refería a eso, ¿qué tal toda esta gente? ––y levanté mi mano a hice como un círculo con la mano para señalar a todos los asistentes al encuentro de exalumnos.
––“Esta gente” ––dijo esto con tono burlón, poniendo la voz grave. Como si mi voz fuera grave. Mi voz está en un tono medio y puedo llegar a hacer dos escalas cantando. Uno tiene que ser un artista integral.
Volteé a ver al salón. En una esquina unos tipos de corbata estaban parados sobre su mesa, tomando vodka con jugo de naranja. Había uno con crespos y ojos verdes. Otro de barba. Otro con gafas y flaco, bien flaquito. Se pusieron a pisar la mesa con fuerza, como marcando el ritmo. Lo hacían como si estuvieran en un bar de vaqueros y de hecho se cogían el cinturón. 
––Esos tipos llegaron en último año. Siempre estaban haciendo unos videos en los que se ponían a golpearse y a perseguirse por todo el colegio. De resto no hablaban con nadie. Pero, le hago una confesión. Una vez estábamos en clase de idioma extranjero y les dije a dos de ellos, al de ojos verdes y al flaquito que fuéramos detrás de un salón a darnos besos. Y a los tipos les gustó la idea y fuimos. No hablamos. Yo me fui corriendo tras un beso con el crespo de ojos verdes. No sé porqué. Y le vi la cara al otro, que quedó todo prendido, todo desilusionado. Pobre. El pobre flaquito.
Y la vendedora de nuevo se rió. Me contó que no le había dicho a nadie de esto. Yo soy bueno para esto de hablar. Aquí tienes un amigo. Soy bueno para que la gente mejore. Es lo que mejor sé hacer.  Yo pensaba en que pronto tendría que ir a animar a toda esta gente. 
Me había inventado un juego buenísimo. Dos personas suben a la tarima. Una de las personas se disfraza de mago, de mago oriental. La persona se viste con una túnica roja y un turbante blanco con un dije del que sale una pluma verde, puesta en vertical. Entonces, supuestamente hipnotiza a la otra persona y le ordena hacer algo vergonzoso. Así todo el mundo entra en calor. Es un juego buenísimo.
––Yo a usted lo conozco ––me dijo nuevamente la mujer.
En la mesa los tipos siguieron dando pisotones. De pronto uno de los tipos dio un pisotón en falso y su pie cayó sobre una de las copas del vodka con jugo de naranja. El vidrio de la copa se rompió y regó todo el líquido anaranjado sobre la madera de la mesa. El tipo se resbaló con el líquido y cayó sobre el piso de baldosa del centro comunal. Sobre la cabeza. 
Todo el mundo fue a atenderlo e incluso ya estaban llevando una camilla. Sin embargo, el tipo se levantó y comenzó a reírse y a abrazar a sus compañeros. Le sirvieron una nueva copa y brindaron. 
Yo ahí ya estaba preparado. No para la presentación, sino para intentarlo todo con la vendedora. Así que di el golpe. El golpe contundente. Mi táctica infalible.
––Yo sé de dónde me conoce ––le dije.
––¿De dónde?
––Yo tenía un programa en la televisión: “Aquí tienes un amigo” ––y entonces canté la letra de la canción del cabezote del programa ––Aquí tienes un amigo/ ven conmigo./ Yo te ayudaré/ si mataste a tu hermana/si fumaste crack/ si estuviste en la cárcel/ y botaste el jabón./ Aquí tienes un amigo/ ven conmigo/ yo te ayudaré/ si eres un paria social/ si le pegaste a tu esposa/ y luego te fuiste a tomar/ si mataste a alguien/ no tengas miedo de la cárcel/ conmigo todo saldrá bien.
La mujer se rió. De nuevo con lo mismo. Perdón por ser repetitivo. Se hecho para atrás y de nuevo todo: las piernas, las rodillas, la garganta. La garganta profunda. Lo único diferente fue que esta vez se regó todo el vaso de whiskey sobre la blusa. 
Entonces yo cogí una servilleta. La iba a limpiar. Esa sería la entrada. Ya se había acordado de mí. Yo sí que era bueno para hablar. La había convencido.
Ya estaba con la servilleta a centímetros del pecho de la vendedora cuando me paró con sus dos manos.
––No ––me dijo ––. No se preocupe. Yo estoy bien así. 
Y me miró sonriendo, como si estuviera enamorada de mí. Yo pensé eso.
––Yo estuve en su programa, ¿no se acuerda de mí?
––Sí, claro que sí ––mentí. 
––Yo estuve en un programa de mujeres alcohólicas que querían reconstruir su vida. Un tipo del público se paró y me pegó en el estómago , ¿no se acuerda?
Y le volví a mentir de nuevo, diciéndole que sí me acordaba. 
––Acuérdese. El tipo me dejó en el piso. Y unos guardias de seguridad bien gordos y grandes lo sacaron del set. Y yo quedé en el piso y usted quedó como paralizado en su silla. A mí me sacaron en camilla. Y usted prometió ir a visitarme y no lo hizo.
Y ahí ya no se veía borracha. Parecía que el tratamiento hubiera funcionado, por lo menos. La sangre se le había subido a la cabeza.
––Y ese golpe que me dio el del público, es como si me lo hubiera dado usted mismo. Y ahora estamos aquí. 
Entonces la mujer sacó una revólver del bolso. Ya no se movía torpemente. Me apuntó con el revólver. Nunca había usado un arma en serio, o al menos eso parecía. Pues tenía la mano temblorosa. Como digo, ya no por la borrachera, sino porque parecía estar extasiada con la idea de dispararme. 
Yo saqué mi pistola con silenciador. Seguro esta era de las que quería conseguir fama matándome. Seguro lo del tipo que la golpeó era solo una excusa. 
Alrededor nuestro se agolparon todos los exalumnos. Yo vi la cara del tipo de crespos que se había caído. Me miró con una sonrisa. Y vi que en realidad todo el mundo me sonreía, como si estuviera entrando a otro sitio y nadie hubiera tomado y nadie hubiera estado nunca de fiesta.

Camilo Casallas

lunes, 28 de abril de 2014

"Naufragio" de Cristina Serra

Tiempo después descubrí que habían sido varios golpes fríos y duros. Pero la versión de esa mañana de finales de marzo, era muy concreta. Había sido un golpe liso y seco con la culata de la pistola. Le rompió seis dientes y parte del alma se heló para invernar.
El golpe o golpes le cambiaron el comportamiento. Lo llaman el Síndrome post traumático. Sus palabras se volvieron punzantes y agrestes. Se habían ido las caricias líquidas y tiernas, testigos de nuestros tiempos que nos dedicábamos uno al otro. Llegaron los días pesados de caras rígidas y gestos que deformaban el humor. Las mañana ásperas de esos meses se soportaban gracias al recuerdo aterciopelado de los viajes al Caribe. Era la única salida al ambiente espeso de nuestro salón.
Es por eso que cuando llegaste, mi vida, con esos aires finos y tu mirada suave, caí en tus brazos  cálidos como la única salvación. No va a ser fácil despegarme de los restos del naufragio que me arañan en cada tempestad. Paciencia.



Cristina Serra


Nota de la autora: es el ejercicio de taller 1 con Roberto, el de escribir dando prioridad a un sentido.