Aquí tienes un amigo
Esta vez había sido un fiasco, pues siempre me daban alcohol ilimitado por ser el maestro de ceremonias en los eventos que presentaba. Sin embargo, en la reunión de exalumnos no dieron nada; solo dos cervezas. Por supuesto que los asistentes sí tenían acceso a la barra libre, pero yo no. Y además, para colmo, alguien murió.
Me habían contratado por un salario mínimo para la reunión de exalumnos. Yo accedí porque el trabajo estaba bien escaso. Y pensar que yo era el duro de los maestros de ceremonias. El Maestro de los maestros de ceremonias. Había trabajado, por ejemplo, en la televisión, lo cual es lo máximo a lo cual uno puede aspirar. Presentaba un programa de variedades en el que la gente iba a contarme sus problemas y yo los solucionaba. Se llamaba “Aquí tienes un amigo”.
Era un programa auspiciado por cierta congregación religiosa. Al programa iban drogadictos, alcohólicos, padres abusadores, asesinos, etc. Hablaban conmigo. Al principio todos eran reticentes. Decían que tenían que matar, o que tenían que tomar vodka todos los días, que no sabían porqué, que solo empezaban a tomar y que seguían así todos los días. Luego el público los recriminaba. Yo era una parte medianamente comprensiva entre el público y el invitado, que los invitaba a dialogar. Convencía al invitado de que todo estaba bien, de que él era más que una botella de ron. Al final había una especie de renacimiento espiritual del invitado, que lloraba y me abrazaba. Yo miraba a la cámara, sonriendo, sin decir una palabra, hasta que sonaba la canción del final y yo decía, apuntando con el dedo derecho a la cámara: “Aquí tienes un amigo”.
Esta fue una de las mejores épocas de mi vida. La otra fue en un concurso de cuentos, precisamente en el colegio. Porque en mi colegio todos éramos amigos. Nadie peleaba con nadie, en serio. Íbamos a parques a tomar cerveza y a cantar canciones.
Lo que quiero decir es que tanto en la televisión como en el concurso de escritura yo sentía que hacía algo importante. Una vez estaba comprando comida en un supermercado y una mujer se me acercó y me dijo que me agradecía demasiado por salvar a su esposo, que era drogadicto y que yo lo había puesto al servicio de algo más grande. Y así me lo dijo, usando la palabra “demasiado”:
––Se lo agradezco demasiado ––dijo. Y a mí me gustó esto porque sonaba a que había sido una ayuda exagerada. Una ayuda que no necesitaba, pero que había servido.
Yo le dije que fuéramos a mi apartamento. Y nos acostamos. Es decir, no pasó nada estrictamente sexual. No “nos acostamos” en el sentido en que la gente se acuesta. Pero yo le pude tocar los pies y las piernas y la mujer hizo cara de que le gustaba, abriendo la boca en O y cerrando los ojos y luego abriéndolos para ver la bombilla que iluminaba mi cuarto. Luego de unas horas la mujer se fue. Pero yo quedé con esa sensación de que había hecho algo bueno. El esposo de la señora debe ser muy afortunado.
Sin embargo, las buenas épocas habían pasado. Ahora tenía contratos modestos cada dos meses aproximadamente, lo cual me ayudaba a pagar los servicios, a comprar comida y a pagar el arriendo de un aparta-estudio. Pero, repito, solo me alcanzaba, no tenía lujos. Menos mal nunca me había casado. Solo salía a veces con muchachas. Digo “muchachas” porque eran más jóvenes que yo. Más o menos pasaba así:
- Una muchacha se me acercaba. Me preguntaba que si nos conocíamos. Yo le respondía que no.
- La muchacha me decía que sí, que nos teníamos que conocer.
- Yo le decía que posiblemente era por un programa que había tenido hace varios años: “Aquí tienes un amigo”.
- La muchacha seguramente había visto el programa cuando era niña y yo le había despertado algo de esos tiempos. Yo no soy atractivo y no lo era, pero les recordaba algo que tenían adentro, como de cuando eran niñas.
- Nos acostábamos y yo duraba toda la noche en pie, dándolo todo. Luego no nos veíamos más. Yo prometía llamarlas, pero no lo hacía. A veces siento remordimiento por esto.
Ser una estrella está bien en algunos momentos. Pero en otros es lo peor. Siempre ando con una pistola. Nunca la he usado, pero uno tiene que estar preparado para que llegue algún loco con un arma. Algún loco celoso que quiera figurar en los libros de historia.
Pero bien, estaba en lo de la reunión de exalumnos. No me dejen desconcentrar.
Yo ya me había tomado las dos cervezas y estaba parado sobre la tarima con el micrófono en mano.
La reunión de exalumnos era en un salón comunal, en un conjunto en el occidente de la ciudad. Estaba decorado con globos rosados y azules. El salón estaba oscuro, para darle una apariencia de discoteca. Sin embargo, no había luces estroboscópicas, ni una esfera de espejos; solo había un set de reflectores que apuntaban al escenario donde, en cuestión de minutos, yo me iba a parar.
Estaba en la barra, repito, sin tomar nada. Esta gente era estricta con eso. Yo opino distinto. Claro, un maestro de ceremonias no tiene porqué emborracharse y caer al suelo, sin poder hacer nada más que dormir. Uno no tiene porqué hacer el ridículo. Sin embargo, un maestro de ceremonias tiene que estar animado. Es cosa de saber manejar el trago.
El caso es que yo estaba sentado cuando llegó una mujer.
––Déme otro trago ––le dijo al bar tender moviendo las manos, como animándolo a servir. Pero los movía muy rápido y también movía la cabeza.
––No creo que sea conveniente ––le dijo el bar tender y yo asentí.
––¿Y usted por qué asiente, imbécil?
Yo no la volteé a mirar. Desde mi época en la televisión se cómo manejar a los borrachos. Hay que ser cuidadoso. Uno nunca sabe con qué loco se encuentre. Además uno es una celebridad. Uno tiene que tener cuidado.
––Oiga, míreme ––dijo, pero yo no la miré.
Decidí usar mis tácticas para manejar a la gente problemática. Para volverlos al camino del bien.
––¿Qué oficio tiene usted? ––le pregunté.
––Yo he tomado mucho ––me respondió y se rió. Ya había bajado la guardia, así que la miré. Le hizo otro gesto al bar-tender y este miró hacia el piso y le extendió un vaso de whiskey. Whiskey barato.
No era bonita, pero no era un monstruo. Tenía el pelo hasta el cuello de un color como café claro, lo que los estilistas llamarían “color miel”. Pero lo que me gustó era que tenía un traje rosado. Era un traje de secretaria. De esos que tienen una minifalda bien pegada, que se va subiendo a medida que pasa el día.
––Es mentira. Estoy molestando ––me dijo –– Soy vendedora de productos de belleza. Mire aquí tengo la revista, por si le interesa comprar algo para su esposa.
Y sacó una revista en la que salían fotos de coloretes y ropa, y productos para dieta. Pero yo no la miré. Pues estábamos de fiesta. Yo le hice un gesto elegante. La elegancia consiste en ser sutil. Este gesto fue levantar la mano, bajar la cabeza y cerrar los ojos. Como para que la vendedora no se sintiera desplantada.
––No tengo esposa, y tampoco novia, por si se lo pregunta –– le dije yo.
––No, tranquilo, no me lo preguntaba. Yo a usted lo conozco.
Y entonces pensaba que pobrecita la vendedora. Siempre la gente sale con esas cosas “yo te conozco de antes”, “de pronto es que te conocí en un sueño y tenías los ojos de tal color”. A mí todo esto me parece basura cursi. Yo soy de otro nivel. Yo estoy en otro punto de la línea.
La vendedora entendió esto. Seguro que lo entendió y entonces se quedó callada. Me miraba.
––¿Qué tal el colegio? ––le pregunté yo.
––¿Cómo?
––El colegio.
––Yo no voy al colegio ––y se rió otra vez, con su risa de borracha. Yéndose para atrás y mostrándome su falda y sus piernas, y sus tacones. Y sus dientes, y su garganta entre roja y rosada que se volvía negra.
––No me refería a eso, ¿qué tal toda esta gente? ––y levanté mi mano a hice como un círculo con la mano para señalar a todos los asistentes al encuentro de exalumnos.
––“Esta gente” ––dijo esto con tono burlón, poniendo la voz grave. Como si mi voz fuera grave. Mi voz está en un tono medio y puedo llegar a hacer dos escalas cantando. Uno tiene que ser un artista integral.
Volteé a ver al salón. En una esquina unos tipos de corbata estaban parados sobre su mesa, tomando vodka con jugo de naranja. Había uno con crespos y ojos verdes. Otro de barba. Otro con gafas y flaco, bien flaquito. Se pusieron a pisar la mesa con fuerza, como marcando el ritmo. Lo hacían como si estuvieran en un bar de vaqueros y de hecho se cogían el cinturón.
––Esos tipos llegaron en último año. Siempre estaban haciendo unos videos en los que se ponían a golpearse y a perseguirse por todo el colegio. De resto no hablaban con nadie. Pero, le hago una confesión. Una vez estábamos en clase de idioma extranjero y les dije a dos de ellos, al de ojos verdes y al flaquito que fuéramos detrás de un salón a darnos besos. Y a los tipos les gustó la idea y fuimos. No hablamos. Yo me fui corriendo tras un beso con el crespo de ojos verdes. No sé porqué. Y le vi la cara al otro, que quedó todo prendido, todo desilusionado. Pobre. El pobre flaquito.
Y la vendedora de nuevo se rió. Me contó que no le había dicho a nadie de esto. Yo soy bueno para esto de hablar. Aquí tienes un amigo. Soy bueno para que la gente mejore. Es lo que mejor sé hacer. Yo pensaba en que pronto tendría que ir a animar a toda esta gente.
Me había inventado un juego buenísimo. Dos personas suben a la tarima. Una de las personas se disfraza de mago, de mago oriental. La persona se viste con una túnica roja y un turbante blanco con un dije del que sale una pluma verde, puesta en vertical. Entonces, supuestamente hipnotiza a la otra persona y le ordena hacer algo vergonzoso. Así todo el mundo entra en calor. Es un juego buenísimo.
––Yo a usted lo conozco ––me dijo nuevamente la mujer.
En la mesa los tipos siguieron dando pisotones. De pronto uno de los tipos dio un pisotón en falso y su pie cayó sobre una de las copas del vodka con jugo de naranja. El vidrio de la copa se rompió y regó todo el líquido anaranjado sobre la madera de la mesa. El tipo se resbaló con el líquido y cayó sobre el piso de baldosa del centro comunal. Sobre la cabeza.
Todo el mundo fue a atenderlo e incluso ya estaban llevando una camilla. Sin embargo, el tipo se levantó y comenzó a reírse y a abrazar a sus compañeros. Le sirvieron una nueva copa y brindaron.
Yo ahí ya estaba preparado. No para la presentación, sino para intentarlo todo con la vendedora. Así que di el golpe. El golpe contundente. Mi táctica infalible.
––Yo sé de dónde me conoce ––le dije.
––¿De dónde?
––Yo tenía un programa en la televisión: “Aquí tienes un amigo” ––y entonces canté la letra de la canción del cabezote del programa ––Aquí tienes un amigo/ ven conmigo./ Yo te ayudaré/ si mataste a tu hermana/si fumaste crack/ si estuviste en la cárcel/ y botaste el jabón./ Aquí tienes un amigo/ ven conmigo/ yo te ayudaré/ si eres un paria social/ si le pegaste a tu esposa/ y luego te fuiste a tomar/ si mataste a alguien/ no tengas miedo de la cárcel/ conmigo todo saldrá bien.
La mujer se rió. De nuevo con lo mismo. Perdón por ser repetitivo. Se hecho para atrás y de nuevo todo: las piernas, las rodillas, la garganta. La garganta profunda. Lo único diferente fue que esta vez se regó todo el vaso de whiskey sobre la blusa.
Entonces yo cogí una servilleta. La iba a limpiar. Esa sería la entrada. Ya se había acordado de mí. Yo sí que era bueno para hablar. La había convencido.
Ya estaba con la servilleta a centímetros del pecho de la vendedora cuando me paró con sus dos manos.
––No ––me dijo ––. No se preocupe. Yo estoy bien así.
Y me miró sonriendo, como si estuviera enamorada de mí. Yo pensé eso.
––Yo estuve en su programa, ¿no se acuerda de mí?
––Sí, claro que sí ––mentí.
––Yo estuve en un programa de mujeres alcohólicas que querían reconstruir su vida. Un tipo del público se paró y me pegó en el estómago , ¿no se acuerda?
Y le volví a mentir de nuevo, diciéndole que sí me acordaba.
––Acuérdese. El tipo me dejó en el piso. Y unos guardias de seguridad bien gordos y grandes lo sacaron del set. Y yo quedé en el piso y usted quedó como paralizado en su silla. A mí me sacaron en camilla. Y usted prometió ir a visitarme y no lo hizo.
Y ahí ya no se veía borracha. Parecía que el tratamiento hubiera funcionado, por lo menos. La sangre se le había subido a la cabeza.
––Y ese golpe que me dio el del público, es como si me lo hubiera dado usted mismo. Y ahora estamos aquí.
Entonces la mujer sacó una revólver del bolso. Ya no se movía torpemente. Me apuntó con el revólver. Nunca había usado un arma en serio, o al menos eso parecía. Pues tenía la mano temblorosa. Como digo, ya no por la borrachera, sino porque parecía estar extasiada con la idea de dispararme.
Yo saqué mi pistola con silenciador. Seguro esta era de las que quería conseguir fama matándome. Seguro lo del tipo que la golpeó era solo una excusa.
Alrededor nuestro se agolparon todos los exalumnos. Yo vi la cara del tipo de crespos que se había caído. Me miró con una sonrisa. Y vi que en realidad todo el mundo me sonreía, como si estuviera entrando a otro sitio y nadie hubiera tomado y nadie hubiera estado nunca de fiesta.
Camilo Casallas